viernes, 8 de agosto de 2014

Visita al odontólogo, terror al ir y una satisfacción al salir


Por: Giovanny Antonio Muñoz Ortega
Correo electrónico: giovannymunozo@gmail.com
@gmunozo

    Desde niños nos han impartido la disciplina de la importancia que representa tener una buena salud oral, recuerdo al famoso conejo de Colgate, el Doctor Muelitas, quien, de modo didáctico y pedagógico, nos enseñó la importancia de tener un buen hábito de higiene oral: cepillarse los dientes después de cada comida usando siempre el hilo dental, pasando esta seda entre diente y diente, luego cepillarse de arriba hacia abajo y las muelitas de modo circular en sus cúspides, finalizamos con el enjuague bucal y ¡listo!, tendremos por siempre una sonrisa fresca y sana, libre de gérmenes y en especial, libre de aquel maligno enemigo de nuestros dientes, la caries.

    No recuerdo en qué momento de mi vida la historia de amor cambió, al Doctor Muelitas lo veía, y lo sigo viendo, como un enemigo más, pudo ser en aquel momento en que el odontólogo apeló hacer uso de su adorada, pero tan detestada por nuestra parte, “fresa”, aquel rotor infernal que escabulle y taladra nuestra pieza dental, mientras nos aturde y aterroriza con un agudo sonido. No sé cuál sea la señal para que el odontólogo se detenga: ¿cuándo toca el nervio? ¿Cuándo el paciente brota lágrimas? ¿Cuándo el paciente retuerce todo su cuerpo en la silla? ¿Cuándo el paciente pierde la conciencia? La respuesta no la tendré porque no soy odontólogo, lo que sí sé y puedo dar fe es que la sensación es inexplicable, el dolor es indescriptible, a tal punto que es más placentero pellizcarse el brazo mientras el odontólogo trabaja en tu boca hurgando los dientes con manos, algodón, extractor de saliva y la bendita fresa a bordo.

    No recuerdo cuándo fue la última vez que viví ese no grato momento, lo que si recuerdo es que ese día dejé de querer al Doctor Muelitas y todo su diabólico gremio, y con una clara lección de vida: ¡Si no te cepillas tendrás que verte con la FRESA!

    Tenso, sudoroso y con miedo, ¡lo reconozco!, me encontraba nuevamente en una sala de espera del consultorio odontológico de la Clínica de la Fundación Universitaria Autónoma de las Américas, esta vez por hacer un favorcito, ¡qué lindo!, mi hermana Lina María, la futura odontóloga de la familia, necesitaba un paciente, más bien un conejillo de indias, para su práctica de clínica; y yo, comprometido con el futuro profesional de mi hermana, pensándolo y titubeando accedí.

    Nuevamente acostado bocarriba, en una silla neumática y automática, con una pantalla al frente para dejar recrear la mente, me encuentro nuevamente abriendo jeta, a mi lado la doctora Lina María, con indumentaria e instrumental en mano pesquisando diente por diente, hurgando hasta no poder más cada una de mis piezas dentales. El tiempo pasa, la tensión disminuye, la mente en blanco y el cuerpo relajado, dejo que ella haga su trabajo, la experiencia es completamente diferente: dulce, educada y sobretodo, empoderada en su rol, me enseña e indica qué es lo que está haciendo. El tiempo pasó y afortunadamente nada pasó, el diagnóstico de la doctora: CERO CARIES, CERO PROBLEMAS, CERO TRATAMIENTOS A CAMBIO DE UNA SONRISA Y UNA BOCA SANA.

    No recuerdo cuando fue la última vez que estuve donde el odontólogo y como bien lo he manifestado es una de las consultas que más temor me genera, no porque vaya a tener algún problema, sino que el escenario y los sonidos que allí se generan me aterrorizan; pero, después de esta nueva experiencia viendo a mi hermana ejerciendo su profesión y lo especial que es como doctora, no solo conmigo porque soy su hermano, sino con todos sus pacientes, estoy dispuesto a volver desde que me asignen a mi doctora de cabecera, a mi odontóloga de toda la vida, la Doctora Lina María Muñoz Ortega.

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